La placidez de un pequeño pueblo
Altea es un sol que tiñe de blanco todas las cosas, una bahía cerrada en sus extremos por inmensos peñascos de pura roca, un perfecto mar azul, una playa que por conservar su canto rodado sugiere un aire agreste y natural, un largo y pintoresco paseo marítimo salpicado de restaurantes y bares, y su maravilloso pueblo viejo, el “Rabal de la Mar”, el que ha quedado oculto y apretado entre el caserío bajo que le fue creciendo alrededor a través de los años. Uno sabe que está allí porque desde lejos, altísimo, ya ha visto la cúpula azul y blanca de la iglesia de la Virgen del Consuelo, pero el resto parece no existir hasta que uno empieza a subir. Entonces aparecen casas inmaculadamente encaladas, paredones donde asoman buganvillas de un morado subido, jazmines florecidos de intenso perfume enredados en preciosas rejas, calles escalonadas, empedradas, empinadas. Desde una minúscula plaza se ven sólo techos envejecidos, al subir un poco más se llega a otra desde donde ya se ve el mar.