pazo gallego
El Pazo La Buzaca queda a pocos kilómetros de Pontevedra, por un camino que se interna en un mundo rural de ensueño, salpicado de caseríos con viejos hórreos y olorosas huertas.
Elegí alojarme allí porque tengo debilidad por los pazos gallegos. Me atraen su larga vida, la calidez de sus ‘lareiras’ u hogares de piedra donde antaño hirvieron calderos y se guisaron comidas, las habitaciones espaciosas, las camas enormes, los pisos entablonados que rechinan bajo el peso de las pisadas. Además, a diferencia de lo que sucede en un gran hotel, aquí es usual relacionarse con la gente de la casa. Esa atmósfera íntima, acogedora, que se crea cuando a una la llaman por el nombre y le preguntan qué tal ha pasado el día, es una delicia cuando se viaja sola. En La Buzaca tuve la suerte de conocer a su administrador, quien me contó que el pazo pertenece a la misma familia desde hace nada menos que cinco siglos. El encantador señor me guió por los jardines, donde la niebla matinal todavía seguía enmarañada a las ramas de los viejos árboles.
Con una gracia exquisita, me contó de antiguas misas y bautizos en la minúscula capilla, de los viajes y paseos en los espectaculares carruajes que hoy dormitan en los cobertizos de piedra, del palomar del siglo XVII, y de los dos grandes hórreos, que aunque desconocidos para el grueso de la gente, en tamaño casi, casi, podrían competir con el tan famoso de Carnota.
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