Identidad aragonesa
Las heridas de la Guerra de la Independencia
Los dos Sitios que sufrió Zaragoza a manos del ejército napoleónico entre junio de 1808 y febrero de 1809 son con toda seguridad la mayor catástrofe de la historia de la ciudad, pero al mismo tiempo son también el motivo de que sea conocida en medio mundo, pues el nombre de Zaragoza se convirtió a raíz de la desesperada resistencia de sus habitantes contra los franceses en algo mítico. En la segunda guerra mundial, por ejemplo, se decía que el único asedio que se podía comparar con el de Stalingrado era el de Zaragoza, y que antes de las bombas atómicas de Hiroshima solo había una catástrofe que hubiera afectado de una manera comparable a la población civil, y también se refería a los Sitios.
Durante el primer Sitio los franceses atacaron por la zona sur de la ciudad, entre las puertas de Sancho, el Portillo y del Carmen. Sin embargo, durante el Segundo Sitio los ataques se centraron en la zona del Huerva. Los zaragozanos habían talado los olivares y habían convertido algunos edificios que estaban fuera de las murallas en auténticos fuertes (el reducto del Pilar, el convento de San José, el molino de Goicoechea, cuyos restos pueden verse en el Parque Bruil...). Sin embargo, todos ellos fueron cayendo en manos de los franceses, que cuando habían conseguido conquistar todas aquellas posiciones avanzadas fueron avanzando construyendo trincheras en zig-zag hasta la misma base de las murallas (las que hoy podemos ver en la calle Asalto). Una vez allí consiguieron reventar el ábisde del convento de Santa Mónica y entrar por allí al de San Agustín, que estaba pegado. Cuando después de una terrible resistencia por parte de los zaragozanos que lo defendían consiguieron salir a la calle, se encontraron con que allí las normas de la guerra clásica no valían para nada. No solo la ciudad no se rindió, sino que a partir de aquel momento tuvieron que luchar prácticamente habitación por habitación. La mayor parte de las casas de esta zona quedó arruinada en aquellos meses, y por eso aún es más impresionante que esta casa sobreviva como testigo mudo del terror de la guerra. La esquina completamente comida por la metralla, desde el suelo hasta el alero, es el mejor símbolo de lo que aquello fue. Los franceses decían que por aquellas calles soplaba un viento de plomo, y viendo esto está claro que no exageraban.
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