La Ciudad del Cielo
Así la llamó Gerardo Diego, y no contento con ese apelativo, que no es poco, también la halagó piropeándola como diamantina, inviolable, "abre tus alas plegadas, que tienes ancha la puerta".
Y es que Medinaceli se alimenta del tiempo y de los paseos de quienes nos acercamos a admirarla, a vivir su memoria. Recordar a los romanos que la fundaron, los musulmanes que la embellecieron, las guerras medievales que contempló desde su altura, es dibujar parte de su historia. Dice el Cantar, que en varía ocasiones el Cid paseó por sus calles de piedra que se construyeron sobre otras que ya existían antes. Quién sabe si nuestro Campeador se acercó a admirar el mosaico romano que esconde el palacio de los duques o rezó ante la imagen de la Virgen que guarda el Convento de Santa Isabel, cuyas monjas tejían alfombras y hoy dedican sus manos a la exquisita y dulce repostería castellana.
Como el Cid, los visitantes vagamos por sus calles anchas y estrechas admirando sus rubíes arquitectónicos, como el Beaterío de San Román, antes mezquita y sinagoga, o la Colegiata de la Asunción, para acabar, como siempre, admirando el campo castellano desde el que quizá fuera uno de las plazas conquistadas más protegidas y deseadas por árabes y cristianos.
Abandonada y semiderruida durante varios siglos, los duques supieron volver a sacarle brillo y esplendor, y ahora refulge como una de las joyas más exquisitas de la corona de Castilla.
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