Yo creo que no hace falta que el Etna...
Yo creo que no hace falta que el Etna (aunque está en la otra punta de Sicilia) entre en erupción para que todo Palermo se venga abajo. Tal es el deterioro de la fascinante ciudad que si al ‘scirocco’ o al tramontana les da por soplar muy fuerte, la desarman como un castillo de naipes. Todo se tambalea, el barroco, el gótico, el normando (sí, dije bien: Normando), y hasta el sólido aragonés. Atiborrada de palazzi y de iglesias, Palermo debe haber sido grandiosa; hace unas décadas, La Kalsa, uno de sus barrios más típicos, habitado por marineros e inmigrantes, era tan mísero que la Madre Teresa asentó allí una misión. De todas maneras la ciudad es una absoluta pasada y arde de vida. La gente llena las calles, los mercados invaden las plazas y las veredas, y si te descuidas, las ‘vespa’, las bicicletas y hasta algún Fiat con varias décadas en su haber te pasan por encima. Ciudad de la mafia, de inmigrantes de todos los colores, lenguas y religiones, Palermo es como uno de esos espectaculares mosaicos que vi hace menos de dos días en el Museo del Bardo, cuando todavía no había volado sobre el transparente Mediterráneo hacia Sicilia y estaba en la cercana Túnez.