Late llena de vida
Este paraíso boscoso, surcado por arroyos que reviven con las lluvias de primavera y habitado por varias especies de animales, fue refugio de seres humanos desde miles de años atrás. Cuevas y oquedades les sirvieron de resguardo en el Paleolítico; luego, cuando aprendieron a sembrar y domesticaron al ganado, se asentaron en los cerros más bajos que circundan a la Sierra de Espuña. Desde allí miraban a los abrigados y fértiles valles donde cultivaban su alimento y pacían sus rebaños. Con la invasión musulmana, la región se convirtió en tierra fronteriza. Entonces sobre esos remotos asentamientos los árabes fundaron ciudades y construyeron fortalezas. El tiempo volvió a rodar, y luego de la Reconquista los hombres no sólo intensificaron la agricultura y la ganadería, sino que aprovechando los ricos bosques de la Sierra se surtieron de madera para leña y otros múltiples usos. Así comenzó una larga y despiadada explotación forestal que finalizó en la segunda mitad del siglo XIX, cuando de los espectaculares encinares y pinares de la Sierra de Espuña no quedaba prácticamente nada: La región se había transformado en un gran desierto de tierra estéril y viva roca.
En 1891, Ricardo Codorniú, un ingeniero con una increíble visión de futuro y enorme sentido humanista, se puso al frente de una tarea titánica: la de replantar 5000 hectáreas de bosque y matorral. Así, decenas de obreros abrieron innumerables sendas y caminos a través de la Sierra, construyeron trenques y diques para disponer agua para riego, y se avocaron a plantar miles de futuros árboles. Desde esos días ha pasado más de un siglo. Hoy, bajo la frescura de sus inmensos pinos, parece imposible que esta tierra haya estado al borde de la muerte. La Sierra de Espuña, nuevamente y gracias a un hombre, late llena de vida como un gran corazón verde.


