El adiós en piedra
La torre de Belém es mi musa lisboeta. Ella saca el pobre poeta que hay en mí, me ayuda a cavar en el alma y extraer los sentimientos y la saudade que al final, más pronto o más tarde todos sentimos al dejar Portugal, como si dejáramos un pedazo de alma rasgada sumergida en las aguas del Tajo.
Eso debieron sentir los marineros que dejaban su patria a lo largo de los siglos, para mayor gloria de ella y de sus dinastías descubridoras, de la pimienta y de la plata de Indias, de la grandeza y la miseria de las almas.
Porque la torre, aún sin quererlo, parece un navío que entra al río, que también se despide, con una capitana, la Virgen, que desde el castillo de proa parece acompañar a una imaginaria flota que parte hacia los confines de los mares tenebrosos.
¿Quién se atrevería a pasar por delante de este navío embarrancado que con sus 18 cañoneras cubría los cuatro puntos cardinales?
Almacenes de armas, mazmorras a las que se confinaba a los condenados arrojándolos por las aberturas de los techos, garitas inspiradas en el minarete de la Cotubia de Marrakech, la evocadora imagen de la Virgen del Feliz Retorno, un Salón delos Reyes que es una auténtica joya y en lo más alto uno de los más bellos panoramas de Europa, con la visión del Tajo y un océano que más que verse se adivina, que a veces nos deja disfrutar de la cercana Cascais.
Joya de Lisboa eres, prisión o castillo, blanca y varada, navío de piedra que no quiere partir......
Y sin embargo no deja de ser una fortaleza que fue levantada para proteger ese mismo río, esa misma ciudad desde 1521, faro y vigía de la capital de un imperio que se negaba a quedarse atrás en la carrera de conquista.