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Valle del río Omo

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Valle del OMO Dirección

5 opiniones sobre Valle del río Omo

Sur de Etiopia, Valle del Río Omo

Etiopía, situado entre Eritrea, Somalía, Kenia y Sudan, es sin duda unos de los destinos más impactantes del continente Africano, nos encontramos con una tierra llena de contrastes, tanto en su variedad geográfica como en su cultura y tradiciones.

Pero aunque viajamos tanto por el norte como por el sur , es a este al que quiero dedicar estas fotos, Las gran variedad de Etnias del Sur, concretamente del Valle del Rio Omo, están consideradas entre las más antiguas de las que se conocen, habiendo mantenido en gran parte su identidad original, su modo de vida y rituales nos transportaron al pasado más lejano de la historia de la humanidad, nos vimos inmersos en un modo de vida totalmente distinto a cuantos habíamos conocido en el resto del mundo y no pudimos remediar sentirnos extraños pero a la vez a gusto por la gran hospitalidad y simpatía que desprendes sus gentes.


Hicimos el viaje en el mes de Septiembre y todo estaba muy verde y el paisaje discurría entre grandes montañas, lagos, grandes caídas de agua, parques naturales con abundante fauna y poblaciones con mercados coloreados y llenos de gentes vendiendo cualquier cosa, con unos atardeceres impresionantes.
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Situado entre Etiopía, Kenia y Sudán, e...

Situado entre Etiopía, Kenia y Sudán, el valle del río Omo se presenta al viajero como un mundo sorprendente, anclado en el tiempo. Alejado de cualquier capital, con un clima extremo, se esconde uno de los lugares más salvajes de África en el que viven unas 15 tribus nómadas o seminómadas.
Mursi, Karo, Erbore , Hamer transforman sus cuerpos en auténticos lienzos en los que se afanan por plasmar su particular concepto de belleza.

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Polifacético Valle del Omo

Excelente

El valle del Omo, uno de los rincones más vírgenes de África, aún conserva su fama de fantástico e inaccesible. Enclavado en el fondo del valle del Rift etíope, alberga, entre otras muchas etnias, a mursi, karo, bena, hamar y dasanech, cuyas aldeas podemos visitar. Conseguirlo exige algunos requisitos imprescindibles: no coincidir con la temporada de lluvias, desplazarse en un 4x4, un guía local y un guarda armado. También satisfacer una cuota por vehículo, persona y fotografía para acceder a los poblados.
La política del gobierno etíope tiene como objetivo, a largo plazo, despejar de humanos tanto el parque Mago como el parque Omo. Para conseguirlo negocia e incentiva nuevos asentamientos para las tribus en la periferia de los parques o fuera de sus límites. Aunque se trata de pueblos básicamente ganaderos nómadas, no es tarea fácil desplazarlos hacia la sabana abierta, con menos pastos para sus animales.

Jinka, fresca y húmeda, es un centro administrativo importante, pero las únicas características urbanas de la ciudad son el trazado de ocho o diez calles en damero, un hospital, un parque, un par de bancos y algún hotel o resort en la carretera del parque Mago. Pernoctamos en uno, localizado en el límite de la ciudad. Como no había luz ni agua, optamos por aprovechar las dos horas de sol que quedaban para recorrer sus calles. Tras desplazarnos por el mercado y encontrar un niño de once años que hablaba un español perfecto, decidimos refrescarnos en un restaurante. Pedimos un zumo y nos trajeron una espesa y deliciosa pulpa de papaya madura a la estrecha terraza del primer piso. Observamos que ellos mezclaban la pulpa con agua fresca para tomársela.
Para visitar a los mursi nos dirigimos al suroeste, hacia el parque Mago y nos internamos por una pista amplia, no sé si lateral, en la que nos topamos con tres camiones, uno de ellos con remolque. La explicación estaba en la fábrica de azúcar que ya casi tenían montada los japoneses en las proximidades del parque. El guía bromeó sobre la integración de los mursi en la fábrica y las batas blancas que los encasquetarían. Le preguntamos por los animales. Hay felinos: leones, guepardos y leopardos; también búfalos, elefantes, jirafas y monos obispo, e incluso moscas tse-tsé del ganado, pero el trasiego de los camiones los ha alejado de la ruta que seguimos. No vimos ninguno. Para avistarlos hay que adentrarse en el parque e, incluso, buscarlos. Aunque bifurcamos en otra dirección, la aldea a la que nos dirigimos se asentaba muy próxima a la pista, entre acacias salpicadas de rosas del desierto.
Los mursi tienen fama de hoscos. A pesar de la soberbia que implica opinar sobre personas que no conoces, yo no tuve esa impresión. Tozudos, quizá sí, en el sentido de marcar ellos las pautas de las fotos del grupo, a pesar de que hay que pagar por todos y cada uno de los clic de la máquina. A fin de cuentas estábamos en su casa: una aldea de chozas cilíndricas rematadas en forma de cono, que se elevaban hasta un par de metros a base de finos y apretados troncos de árboles, cubiertas de hierba larga para protegerse del sol y la lluvia.
Casi nadie fuma en las zonas rurales de Etiopía, por lo que me retiré algunos pasos del grupo para encender un purito. Los guías y algunos hombres jóvenes dialogaban, casi todos con gestos y tocamientos amables. Los niños formaban corros, uno en torno al purito, y las mujeres se iban incorporando a la escena con indolencia. Me recordó la entrada al trabajo en la administración. Cuando me llamaron para la foto de grupo, los mursi habían impuesto su criterio sobre las personas que posarían con nosotros. Me recordó la sesión fotográfica de las bodas de postín. Después pudimos fotografiarnos con unos u otros en función de nuestras preferencias. Fueron simples poses a cambio de dinero. El éxito acompañó a las ornamentaciones más elaboradas, entre las que destacaban los cuernos, aunque asistimos a una discusión sobre la propiedad de los adornos. El danga, una lucha con palos para adjudicar esposa a los contendientes, tendrá lugar meses después en otros poblados.
Un escandinavo, interesado en las lenguas omóticas, lleva años pasando sus vacaciones en el poblado. Nos explicó la rápida adaptación de los mursi a los acontecimientos. En cinco o seis años habían pasado de vivir desnudos a cubrirse ligeramente el cuerpo con un trozo de tela con franjas negras y rojas y líneas blancas; de aceptar regalos en especie y corresponder con guirnaldas u objetos decorados a cobrar a cada persona por cada foto; de no conocer el valor del dinero: “los faranji nos dan lo que no sirve para nada” a cierto individualismo. Aunque el pago por vehículo y persona se reserva para las necesidades comunitarias, el precio de cada foto individual es para el interesado. Las mujeres están abandonando también el bucle labial por los bucles en las orejas, y las más mayores muestran las cicatrices propias de haberse seccionado el labial.
Sus características pulseras de cobre permanecen, pero han hecho su aparición los cordones y las cuentas de plástico en sus collares. Pocos hombres vimos adornados con pendientes circulares de metal y menos de la mitad mostraban pinturas amarillas u ocres en sus caras. Sólo dos jóvenes llevaban plumas, un símbolo de haber acabado con la vida de un animal peligroso o de un hombre. Al cabo de una hora, hechas las fotos y vendidos los recuerdos, las mujeres volvieron a sus cocinas. Los pastores, varones entre ocho y quince años, habían salido con el ganado antes de nuestra llegada, llevándose cada uno su botella de plástico con una mezcla de leche y sangre, porque, al no acompañarlos mujeres, no podrían cocinar. Hasta su retorno con la puesta del sol, complementarían su dieta con bayas.
Si las apariencias responden a la realidad, se les ve más interesados en ver pasar la vida que en planificarla. No obstante, es indudable que, con la azucarera, nuevas costumbres legarán a su aldea. También lo harán los planes de desarrollo, los protestantes, los garitos, el alcohol y alguna ONG.
Valle abajo, Turmi, más pequeña, es un núcleo urbano desvencijado, en cuyas vías principales también destacan algunos edificios en medio de un mar de chabolas. Están construyendo un gran politécnico, y cuenta también con algunos resorts en las inmediaciones. El nuestro ofertaba una zona de camping con duchas y servicios colectivos. Eso sí, sometido a las mismas restricciones de agua y luz que los tukuls, con dos camas confortables, mosquitera y lavabo privado. Las tiendas de campaña serán nuestro campamento para visitar a los dasanech y a los karo.
Dada la proximidad de la frontera con Kenia, ir al encuentro de los dasanech, que habitan los márgenes del río Omo hasta el lago Turkana, requiere permiso policial. Lo conseguimos en la polvorienta Omorate, donde embarcamos. A pesar de los cocodrilos, las gentes se asean en sus riberas, recogen agua, hacen la colada y abrevan a los animales. Un nativo lo cruzaba agarrado al cuello de una vaca. Quizá no sabía nadar. Vimos bastantes molinos de viento, que subían el agua del cauce a los campos aledaños de maíz, caña de azúcar y leguminosas, entre los que pudimos distinguir.
Los dasanech sí tienen una economía colectiva. Tardamos unos veinte minutos en entrar, porque parecía que los tres ancianos, uno vestido con ropas occidentales, no se ponían de acuerdo sobre el precio de nuestro acceso al poblado. Cien bir (5 dólares) por persona y otros cien por cada cámara era la oferta definitiva de nuestro guía, que aceptaron tras comprobar su disposición a desplazarnos a otro poblado. Aquí la visita sí parecía un acontecimiento, porque la aldea en pleno nos envolvió. Los pastores, lógicamente, habían salido por la mañana. Al parecer también pescan, pero lo hacen al anochecer, cuando el tránsito por el río se ha disipado. Los molinos evidenciaban que la agricultura forma parte de su modus vivendi.
Se mostraron curiosos y su trato fue muy amable. Sus chozas, en forma de media esfera apuntada, las recubren con chapas. El anciano vestido con pantalones y camiseta me señalo una choza despejada de metales a la que se refirió como la casa de los niños. Eran muy pequeños y, por lo que supe después, el hombre que les acompañaba dentro de la choza era ciego. Mujeres y hombres se cubren de cintura para abajo; ellas llevan abalorios y cuentas de plástico, con predominio del rojo y el azul, y algunos jóvenes se cubren con un pequeño sombrero. Las mujeres mayores se adornan con cuantíes azulados y trozos de madera labrados, llevando todas el pelo rapado. Las jóvenes llevan una media melena recogida en pequeñas trenzas por detrás. Concluida la visita, los niños nos escoltaron de vuelta al río.
Por la tarde visitamos una aldea karo. El guía nos indico que nos mantuviéramos agrupados desde la salida del vehículo hasta la llegada al poblado, menos de cien metros, porque podía haber leones en la zona, ya que los felinos bajaban a beber al Omo. La aldea está en un altanazo, junto al río, pero dentro del parque Omo, en su mismo límite. Al otro lado del río se ven las naves de una industria algodonera que están montando los turcos. Quizá algunos karo acaben trabajando en ella. Según un joven, atravesar el río no supone ningún problema, porque los kalashnikov son muy efectivos contra los cocodrilos.
Aunque los mursi y los karos son etnias muy diferentes, porque los segundos son más bajos y no tienen la piel tan negra, la visita se rigió por los mismos parámetros. Parece evidente que se trata de un comportamiento similar, adquirido o propiciado por las visitas de los turistas, aunque yo diría que los karo son más amables, comunicativos y curiosos que los mursi. Se pintan bastante más, especialmente los niños, pero también los hombres. Lo hacen con una tintura de yodo, blanca, un color que predomina, junto con el rojo, en sus collares y amuletos. El pelo lo llevan bastante corto, pero sin los motivos circulares del propio corte que presentaban los mursi. Sus chozas, con empalizadas, carecen de elementos metálicos. Desde su aldea vimos las mejores vistas del Omo.
Al día siguiente, camino de Arba Minch, llegamos a una aldea hamer. El atuendo, con conchas en pulseras y collares, y la vestimenta de sus mujeres, a base de pieles de cabra adornadas con cauríes, tienen una gran semejanza con las himba de Namibia, aunque las hamer son menos esbeltas y no caminan tan erguidas y orgullosas. Entramos en una aldea pulcra hasta en los pequeños detalles y construida a base de arcilla, madera y fibras vegetales, sin plástico ni metales. Vimos más ancianos que en cualquier otro poblado. Como las himba, las hamer llevan aros metálicos de cobre en el cuello, aunque más sencillos y menos gruesos. Los hombres, a veces, llevan cintas en el pelo, como sus vecinos bena. La media melena de las mujeres aparece completamente trenzada, por detrás y por delante, donde culmina en un flequillo. Al igual que las himba colorean su pelo de ocre utilizando una mezcla de arcilla y manteca, que pigmentan si es necesario. Bastantes de ellas presentan protuberancias, producto de las escarificaciones o de los azotes a los que se prestan voluntarias cuando un familiar realiza el salto del toro, un rito que facilita el matrimonio de resultar exitoso.
Los hamer, un pueblo ganadero cada día más dedicado a los cultivos, tienen fama de ser la etnia más activa y laboriosa del valle del Omo. De hecho sus mujeres están en todos los mercados y, con frecuencia, te las encuentras en caminos, calles y senderos, cargadas con algún producto y un cuenco de calabaza en la cabeza, que utilizan para beber. Aunque nosotros las miramos con disimulo, ellas lo hacen directamente. ¡Akkam! ¡Akkam! ¡Nagaan turi! ¡Good-by! Nos esperaba Arba Minch.
Serpenteando entre verdes colinas y acompañados, quizá, de los paisajes más maravillosos de Etiopía, la descubrimos enclavada en una ladera del valle del Rift. La ciudad destaca por los impresionantes paisajes que la envuelven y que, dada su localización, podemos admirar desde cualquiera de sus rincones. Las vistas desde Chencha, habitada por los dorze y localizada en los cercanos montes Guge, con el lago Chamo de fondo, son un regalo para el espíritu.
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Información Valle del río Omo